martes, 7 de mayo de 2013

Pero el amor es más fuerte



          ─¡Parecés una groupie de 16 y tenés casi 30 años! ¡Dejate de joder! ¡¿Cómo vas a ir sola hasta Morón para ver a una banda!? ¡Ya estás grande para hacer esas boludeces, lo escucho y no lo creo; de verdad, Josefina, parecés una adolescente!
          Eran las siete de la mañana de un jueves otoñal. Yo estaba en la cocina cebándome unos mates antes de dirigirme a mi trabajo, mientras los gritos de ira injustificada me golpeaban como el viento frío que había afuera ─¡linda manera de empezar el día!─. Pobre papá, obviamente no le estaba pidiendo permiso, no tenía la edad para pedirlo, y eso lo angustiaba, porque era una decisión. Él mal pensaba que yo me exponía al supuesto peligro porque era la amante de alguno de los músicos ─no, papá, no corría ni corro con tanta suerte─.  No entendía cómo podía ir tan lejos para pagar una entrada, ver dos horas a unos tipos gritando y haciendo ruido arriba de un escenario, mientras moría de calor, me pisaban, me empujaban, me cobraban la cerveza como si ese líquido fuera el meo de dios, sin olvidar la vuelta desde tan lejos a la madrugada, el horario favorito de: ladrones, violadores, cucos y vampiros. Finalmente pude meter una estrofa a su rap represivo: «Pum-cachechín cachechín pam-pim-pum; papá no me grites por favor, ya tengo todo arreglado, a la salida del reci voy en remís a dormir a la casa de mi amiga que vive cerca de Morón; ella no tiene drama en recibirme a la madrugada, no te preocupes.» Me miró mal y se fue arriba a hablarle mal de mí a su mujer. Él no entendía cuánto necesitaba yo una aventura así. Tenía que abrir la valvulita que ahogaba mi espíritu; tenía un trabajo monótono de diez horas, en el que no podía ser yo, desde mi ropa hasta mi manera de expresarme se había acomodado a los requerimientos de aquel trabajo, me pagaban mal y no tenía tiempo para hacer nada más que ir a trabajar. Mi vida era chata, aburrida, no tenía proyecciones, nunca tenía plata, siempre estaba ahí adentro, siempre cansada, parecía que iba a envejecer allí o peor aún, que ya lo había hecho. Tiempo atrás yo iba a recitales todos los fines de semana, había llegado a ser la novia del baterista de mi banda favorita. Cuando no tocaban ellos, íbamos a ver a los colegas de mi novio. Al terminar esa  relación debí alejarme del círculo. Sentí que me expulsaban del paraíso, había perdido una parte mía, pero al descubrir a esta banda por mis propios medios entendí que podía empezar a seguir a otra banda. Me alentaba el hecho de que fuera una banda chica y solo tuvieran dos discos, eso me permitía apropiármela con más facilidad. Cuando se convirtieron en la banda sonora de mis viajes al laburo entendí que tenía que ir a verlos en vivo, pero justo estaban de gira; ahora habían vuelto y este era el primer recital que daban tras la gira. ¡Tenía que ir!
         El sábado me fui al trabajo con un bolsito. A la salida me cambié la remera por una de Los Ramones, pero me dejé el jean y la campera, eran todo terreno. De Quilmes me fui al oeste a matear a la casa de mi amiga. Cuando fueron las nueve de la noche le dije adiós y arranqué para Morón. En la puerta del lugar donde tocaban había muchos adolescentes, no hacían cola sino que entraban directamente o caminaban por la cuadra. Les pregunté a unas chicas dónde podía comprar las entradas y me dijeron que no había más. Me pareció ridículo, la decepción me golpeó desde adentro, estaba indignada, hasta se me pasó la siguiente frase por la cabeza y tuve que contenerme para no gritarla: «¡Pero si es una banda de mierda!»  Intenté calmarme y me prometí encontrar la manera de entrar. Miré el panorama y tal vez por intuición o porque vi bondad en aquel rostro indígena e infantil, me acerqué sin pensarlo a un chico delgado de contextura pequeña que estaba acompañado por un chico gigante de ojos y cachetes caídos, con pupilas inyectadas de alcohol. Al verlo se me ocurrió que podía ser bueno matando gente a los golpes o cogiendo como un animal. Le dije al que a simple vista parecía más inofensivo: Me dijeron que no hay más entradas, ¿es verdad?  El chico además de presentarse me confirmó la terrible noticia, se llamaba Jorge y el gigante era Marcelo, me aseguraron que si me quedaba con ellos iba a poder entrar. Me quedé. Como conozco los códigos de la calle y la calle es la misma en zona oeste y en zona sur, a cambio de compañía y la posibilidad de entrar compré una hermosa cerveza helada. Tomen, chicos, hablemos, riámonos, entremos en confianza, soy como ustedes, ignoren mi vagina, mi pelo rubio platinado, no se fijen, estoy más cómoda en la calle que en la peluquería, tomo del pico y no temo a sus fluidos bucales.  En la segunda cerveza la charla floreció y cuando empezaba a disfrutar de la compañía noté que la mayoría de la gente ya había entrado, se palpitaba que el recital estaba por comenzar, los cantitos del público atravesaban la pared que nos mantenía cautivos afuera y eran una cuenta regresiva: PAN Y VINO, 1, ESCÚCHENLO ESCÚCHENLO, 2, LUCA NO SE MURIÓ, 3. Era enloquecedor. El supuesto salvador que según Jorge nos iba a traer unas entradas, nunca llegó. Miré alrededor: un panorama desolador; éramos aproximadamente veinte pobres diablos tiritando de frío, habíamos quedado afuera, empezamos a quejarnos, pero no hubo caso. Un chico gritó: ¡LOCOOOO! ¡VENDENOS ENTRADAS NO QUEREMOS PASAR GRATIS LA PUTA QUE TE PARIÓ! El de seguridad se acercó y le explicó con una rabia contenida que el lugar tenía un cupo y este había sido cubierto. Mientras hablábamos de la fuckin situación, llegaron dos chicos y una chica, tenían alrededor de veinte años. El chico que demostraba más edad o autoridad, se nos acercó de la mano de su novia que era bellísima; parecía una mezcla entre Celeste Cid y un redondel, pero no era gorda sino que tenía cachetes y senos inflados. «¿Qué pasa? ¿Van a entrar?», nos dijo ese chico con aires de señor, pero que era varios años menor que yo. Le explicamos que no había más entradas, el chico se presentó como Santiago, nos presentó a su novia que se llamaba Brenda y al chico más joven que era su hermano, Diego. Los hermanos eran muy distintos, el menor era rubio, carilindo, ojitos claros, tenía una remera de la banda que íbamos a ver y un joggin negro con líneas a los lados de colores jamaiquinos, mirándolos bien parecían medio hippies. Aunque eran unos hippies adinerados, habían llegado en un auto 0 km y más tarde nos contaron que vivían en un country. Santiago hizo una investigación de campo, nos preguntó de dónde veníamos, qué hacíamos y qué había pasado. Calculo que estaba evaluando si éramos buena compañía para aquella noche y si valía la pena exponerse y hacer lo que estaba por hacer. Me colgué mirando a Brenda y ella me miró con una sonrisa. Me gustó. Lo miré a Santiago y me di cuenta de que físicamente no llamaba mi atención, como sí lo hacía Brenda. Pero ese chico tenía una urgencia o una sed de algo que todavía no llegaba a comprender, que me intrigaba. Te compraba con sutil simpatía, hablaba acelerado, sonreía torcido; eso que traía se traslucía a través de su pesado cuerpo: tenía la actitud de un líder. Apenas si reposó su mirada en mí cuando hablé. Al parecer yo no llamaba su atención. Lo entendía, con Brenda al lado las demás éramos figurines de mujer. Diego era un ángel; los ángeles son lindos, pero no me calientan.
     ─¡No! ¡Ya empezaron a tocar!─, nos lamentamos mientras sonaba el primer tema del recital. Nuestra desesperación también salía del camarín, lista para dar un show con Santiago como frontman, él se abrió lugar entre la gente que estaba en la puerta y al acercarse al de seguridad pude ver que este le llevaba una cabeza. Sin embargo Santiago no se achicó, por el contrario, tomó el mismo peso, la misma estatura y envejeció hasta tener la misma edad que aquel señor. Habló:
         ─Buenas noches. Disculpame, ¿te puedo hablar con todo respeto? No entiendo cómo no avisaron que el lugar tenía un cupo limitado. La banda se debe hacer cargo de esta situación, yo vengo de Pilar, esa chica viene desde Bernal, ¡es La franela, no son los Rolling Stones! Te pido por favor que llames a la manager─. La gente se juntó alrededor de este sindicalista del rock y  empezó a crecer una fogata popular en donde cada uno tiraba una ramita seca, que eran las razones por las cuales toda esta situación estaba mal, el diálogo era entre los de seguridad y la gente; las broncas tomaban forma de palabra, pero no había sobresaltos. Finalmente salió la manager de la banda, que tras intercambiar dos o tres palabras con Santiago, nos pidió que hiciéramos una fila. Lo amé, cómo lo amé…  
    Entramos  riendo, saltando y cantando. Para la tercera canción, parecíamos niños, parecíamos amigos.  La gente hacía un círculo y el pogo nacía alegre. Yo me alejé de los chicos porque era la primera vez que veía a esta banda y quería acercarme todo lo posible al escenario. Quería hacer contacto visual con el cantante a quien miraba siempre en los videos y me parecía encantador; los chicos en cambio se quedaron en el  fondo, festejando que habíamos entrado y que nos habíamos conocido. Mientras saltaba y cantaba como una loca sentí que me agarraban la mano de manera tímida. Era una mano fría y pequeña, miré: era Jorge que me convidaba cerveza y me decía que fuera con ellos, que estaban organizando una salida para cuando terminara el reci. Le dije que estaba todo bien con ellos, pero que quería disfrutar de la banda. Él no me quiso dejar sola, se quedó conmigo cuidándome de los empujones y de los golpes propios del pogo. Cuando sacié mi hambre de rock en vivo, cuando me sentí agitada y agotada por aguantar el peso lateral de la gente descontrolada, decidí ir a hacer sociales. Estábamos en semicírculo, el vaso de cerveza pasaba por todas las manos, rebotaba en la punta y volvía. Yo la miraba a Brenda y me parecía todavía más hermosa que en la puerta. Me acerqué a Santiago, le agradecí lo que hizo por todos los que habíamos quedado afuera y lo felicité por tener una novia tan linda. Él me conto que tenían un bebe de meses y que era la primera vez que lo dejaban con los abuelos, que por eso querían aprovechar y seguirla afuera.
    Y así fue que a la salida fuimos a un pool roñoso cerca de la estación de Morón. El lugar era lúgubre. Las únicas luces eran las que estaban suspendidas a centímetros de las mesas de pool. Había gente pero eran como sombras de espíritus, indescriptibles por la oscuridad que los envolvía. Una rockola, una barra antigua y el famoso agite del oeste se respiraban en el aire. Buscamos una mesa y empezamos a hacer vaquitas para la birra y para la rockola. Creo que nosotros musicalizamos toda la noche de ese sábado con Los Redondos, Andrés Calamaro, Viejas Locas, Los Stones, y no hubo quejas. Cuando estábamos bastante alegres y la noche entraba en la pubertad, Jorge me agarró la mano y me la acarició. Lo miré, tenía la mirada de un niño enamorado. Ese hombre-niño me tocaba con delicadeza, yo lo dejé un rato porque no sentía nada, me parecía inofensivo. Luego corrí mi mano porque esa sensación me estaba irritando.  Santiago estaba abrazado a Brenda, sentado frente a mí. Al mirarlo comenzó a hacerme señas, sin que Brenda pudiera verlo; aunque ahora que pasó el tiempo y sé cómo termina esta historia, estoy casi segura de que ella fingía no verlo. La primera seña fue agrupando la yema de los dedos y frunciendo el entrecejo mientras modulaba en silencio: «¿Qué onda con este pibe?»  Y yo le decía “que no, que nada” con la cabeza, los labios y la mirada. Después señaló a Marcelo y me hizo un gesto cómplice guiñándome un ojo como diciendo: «Le das, ¿no?» Y yo le decía “que no, que nada” con la cabeza, los labios y la mirada.  Ahí me miró de frente, más de frente que nunca y se señaló a él mismo preguntándome: «¿Y a mí? » Y yo lo miré fijo, más fijo que nunca. No podía decirle que no a alguien así, un macho alfa. Ni lerdo ni perezoso señaló a Brenda y se volvió a señalar a él preguntándome: «Y a los dos, ¿nos das?» Y yo le dije “que sí, que todo” con la cabeza, los labios y la mirada. Diego puso El amor es más fuerte de Tanguito: “Pueden robarte el corazón, cagarte a tiros en Morón (…)”. El momento sensual se convirtió en una bizarreada total. Nos reímos. Brenda me pidió que la acompañara al baño. Allí tuvimos una charla sobre hombres, le conté mi última experiencia. Tras escucharme muy atenta, me habló con seriedad y dulzura, mirándome a los ojos, yo parecía una niña recibiendo consejos de esa joven mujer ─sospecho que su alma era vieja, ya que sus palabras estaban llenas de sabiduría─. Me aconsejó mejor que mucha gente que conocía hacía años, también dijo algo sobre la energía y la práctica de hacer buenas acciones en cada oportunidad. Le agradecí de corazón y volvimos con los demás. Tal vez porque no tengo mamá y ella es madre, Brenda se convirtió en algo perfecto en ese momento para mí, no lo sé. Se me mezclaron las sensaciones que mi cuerpo generaba por esta chica. Quise tocarla, agarrarla, estrujarla, lamer cada pedacito de su cuerpo, sabiendo que por más que la comiera literalmente, lo que más me gustaba de ella era algo inmaterial, que no iba a sentir físicamente. La inmaterialidad del sentimiento, su belleza y el alcohol me confundían y me dejaban manija. Cinco de la mañana hora de partir.  Estábamos todos en el auto de Santiago: yo, sentada encima de Jorge en el asiento trasero, entre Marcelo y el angelito rockero. El conductor nos iba a repartir por ahí tratando de facilitarnos la vuelta. Mientras íbamos a dejar a los chicos en la parada del colectivo, Brenda, que estaba sentada en el asiento del acompañante, giró hacia mí y me tomó del brazo. Me acariciaba y me miraba con amor. Yo le sonreía abiertamente tratando de disimular el momento, para que los chicos no lo confundieran con algo sexual. Pero ella parecía drogada y excitada, así que la más confundida era yo. Sentía unos ratoncitos recorriéndome las entrañas. Vi la sonrisa de Santiago por el espejo retrovisor. Hasta el momento no había notado el tamaño de aquellos colmillos. Brenda me dijo: «Jose, ¿vos qué vas a hacer? ¿Por qué no venís con nosotros? Es peligroso que te tomes un remís por acá. Vení con nosotros por favor, no quiero que te vayas sola.» Yo me sorprendí, era demasiado bueno para ser verdad, aunque internamente me debatía si de verdad podía tocar a esa chica con aura divina. El silencio dentro del auto era una metáfora de la incomodidad física que estábamos sintiendo porque no entrábamos. Yo me reí para aflojar la situación, y le dije que podía tomarme un remís, que nada malo me iba a suceder. Pero ella insistió y ya no la pude cuidar del morbo de los demás. A los chicos los dejaron en cualquier lugar, creo que se aprovecharon de la calentura que los sumía en un estado de idiotez. Luego viajamos en silencio cinco minutos, hasta que vi que estábamos frente a un telo bastante grande y lujoso. Santiago dijo que me escondiera, así que me acosté en el asiento trasero y Brenda me tapó con una campera con tanta suavidad que parecía que me estaba arropando.
     Entramos a la habitación. Era cálida para ser de un hotel transitorio. Luminosa, espaciosa, tenía una cama muy grande, la temperatura era ideal, loza radiante, un jacuzzi y una ducha súper moderna que se veía desde afuera del baño por un gran ventanal. Brenda prendió todas las luces y se recostó en la cama con la ropa puesta. Yo me dirigí al baño. Cuando salí estaban los dos hablando sentados en la cama. Santiago se paró y se fue al baño. Yo pensé que quería dejarnos solas. Me senté al lado de Brenda,  ella tenía la mirada baja. Le acaricié el pelo corriéndoselo de la cara. Entonces levantó la mirada y me dijo que no quería que pasara nada entre nosotras, que le daba miedo que yo volviera sola y por eso me había llevado allí. No sabía si abrazarla o putearla, su manera de proceder era extrañísima. Santiago vino del baño y me miró mordiéndose los labios, estaba molesto. La conocía a Brenda y sabía que no iba a pasar nada entre nosotros. Ella se fue al baño. Entonces Santiago se me acercó y me dijo: «Brenda es así, accedió a que viniéramos acá solo para cuidarte.» Yo le respondí: «¿Qué vamos a hacer? ¿Solo dormir?» Santiago se agarró la cabeza, estaba irritado y me respondió que iba a intentar convencerla. Ella salió del baño y apagó las luces. Se acostó en el medio de la cama, Santiago y yo nos acostamos a los lados, los tres vestidos.
    Yo dormía de espaldas a Brenda, cuando me desperté al sentir una mano que me acariciaba la cola, pensé que era ella. Agarré la mano y la seguí, fui tanteando: muñeca, codo…, no parecía su mano, pero tenía que ser. La empecé a acariciar: panza, senos…, sus senos estaban extraños, como rellenos, parecían globos con agua. Ahí recordé que ella estaba amamantando, lo cual me sacó la excitación totalmente, además de su actitud que era la de un cadáver. Desistí. Sentí una luz en mi rostro. Era Santiago sentado en la cama alumbrándome con su celular. En voz baja me dijo: «Jose, soy yo, me quiero matar.» Yo le sonreí y le dije: «Ya fue Santi, dormí.»  Me desperté con una canción de la banda que habíamos ido a ver, era el ringtone de mi celular. Mi amiga se había despertado y percatado de que yo no había llegado en toda la noche.
     Seguí durmiendo hasta que sentí algo raro. Al abrir los ojos vi a Santiago que me estaba practicando sexo oral. Escuché la ducha, Brenda se estaba bañando. Lo saqué. Era peligroso, no quería que Brenda se enojara. Santiago se fue enojado al baño. Dormité unos minutos hasta sentir un gemido como alarma de un despertador. Miré por el ventanal del baño, Santiago estaba parado frente al inodoro de espaldas al espejo, desnudo. A la altura de su cintura vi el contorno de la parte superior de Brenda. Ella estaba sentada en el inodoro. Él le sostenía la cabeza y se movía hacia adelante en espasmódicas contracciones de glúteos. No sabía qué hacer, la situación había sido tan confusa que ya no sentía deseos. A mi alrededor estaban sus pertenencias: una mochila, un bolsito, las toallas sin usar del hotel, los celulares, ropa tirada. Tras un gemido violento, escuché que Santiago le decía a Brenda fingiendo voz baja: «Voy a mirar las cosas.» Tal vez de verdad temían que yo les robara; después de todo yo era una extraña. Él vino y me abrazó. Me pidió disculpas por todo. Brenda nos miró por el espejo del baño, pero fingió no hacerlo y comenzó a secarse el pelo.
  
   Nos fuimos los tres en el auto, me dejaron en la estación del tren San Martin. Brenda me pidió que le mandara un mensaje de texto al llegar, se lo mandé pero nunca respondió. Tanguito tenía razón: el amor es más fuerte.

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