lunes, 9 de septiembre de 2013

Viaje al primer cordón umbilical


 Uno repite una y otra vez las mismas situaciones, arrastra los mismos problemas desde niño, y aunque crezca, a veces el problema crece con uno, a veces uno crece más que el problema, pero el mayor problema es cuando uno no crece.
En la parada del colectivo me pareció ver una niña sola, formando la fila para subir al colectivo, este es un colectivo que une ciudad y provincia, y la niña era demasiado pequeña para viajar sola, en cualquier colectivo, pero más que nada en este. Tomo asiento adelante y veo a la niña sentada enfrente de mí, en los asientos invertidos, da la impresión de que viaja sola, el padre está sentado al lado, pero pareciera que viajan por separado. La niña tiene la actitud de una adolescente incomprendida, pero debe tener unos cinco años como mucho.
 Más adelante sube un niño de la mano de su padre, ha de tener 6 años, no consiguen asientos, el colectivo está repleto, están parados agarrados del caño de los asientos en donde está sentada la niña, ella le clava su mirada al niño y le sonríe con la boca cerrada, parece una sonrisa ensayada para seducir, él la ve, pero no le devuelve la sonrisa y vuelve a mirar hacia la pared, la niña sigue mirándolo, sonriéndole.
  El niño y el padre consiguen asientos, se sientan en paralelo a la niña, ella sigue mirándolo con la misma actitud, aún no se desilusiona, es como si hubiera activado una estrategia y fuera por la segunda fase: “la insistencia”. Sonríe con dificultad, pobre, ya le debe doler un poco. Luego sonríe con frialdad, como cuando estás a punto de empezar a pensar y chau, se te va la alegría, él se percata de esa mirada, es una mirada segura confirmada por una sonrisa cerrada, el niño con esa cara de nada, con los ojos muy abiertos como si todo le sorprendiera lo mismo, o nada le sorprendiera de verdad, vuelve a mirar para adelante.
 Yo nunca había visto un caso de seducción infantil tan explícito.
 Sigo viajando sentada en mi asiento, miro al suelo del colectivo y veo unas zapatillas de hombre, me resultan muy lindas, voy subiendo la mirada, es mi tipo de chico, lo miro, lo miro, lo miro, lo miro al punto de estar segura de que él sabe que lo estoy mirando, mueve los ojos para abajo pero no se detiene en mi persona, no hace un solo gesto, me ignora explícitamente. Me enojo y pienso: Esto es un juego de niños.
El chico se va para atrás, lo sigo con la mirada hasta que se pierde entre la gente.
 Luego de un buen trayecto recorrido, el colectivo ya no lleva tanta gente. Sube un hombre de mediana edad con una guitarra muy gastada y rota, es moreno, tiene pelo enrulado y largo hasta los hombros, una barba corta, pulseritas en la muñeca, una remera gastada y un jean roto. Tiene panza y una sonrisa que empieza en los pómulos. Es lindo, todavía joven. Toca dos o tres temas de Pappo. La voz es rasposa, la guitarra casi no suena, pero se nota que toca muy bien Se ríe entre frases, la risa es parte de la versión. Hubo pocos aplausos.
 Pasó la gorra, me dieron ganas de decirle que yo tengo una guitarra nueva hace años, que nunca la aprendí a tocar, que me la regaló mi papá en una navidad, y que está nueva, que brilla, que me la regaló mi papá, pero no me importa, que la acepte igual, con mi papá me llevo muy mal, y sí, se va a morir si la regalo, pero no me importa, que igual se la quiero regalar.
 Mientras pensé todo eso el chico pasó la gorra y no le dije nada, me limité a poner cuatro pesos en su gorra, esta es la cobardía que nos deja a todos en la misma estación. El chico dice que tengamos un buen día, qué él siempre los tiene. Una pensión y un castillo son iguales si la libertad los habita.
 Un olor desagradable se adueña del colectivo. Es una persona, sin sexo, sin cara, no se lo  distingue dentro de su figura, está oscuro. Él/ella se arrastra encorvado como si llevara un peso en las espaldas (¿serán nuestros pensamientos?) se hace cargo de ser indeseable, lo acepta. Él/ella se dobla para introducirse en el bolsillo de la marginalidad.
Prefiere juntarse con la basura, hasta camuflarse, antes que confiar en cualquiera de nosotros. La gente se aleja, hay un círculo de vacío alrededor, como un vestido hecho de distancia. Todos le convidan la espalda, lo único que le convidan. ¿Cuánta mierda perfumada tenemos en el cuerpo? ¿Cuánta en la cabeza?
 Abro la ventanilla, para desviciar el aire, miro hacia afuera, un grupo de jóvenes con uniformes escolares.
Y yo que muchas veces me pegué un viaje, nunca alguno me llevó tan lejos ni me pegó tanto