viernes, 23 de agosto de 2013

Un muerto vivo para enterrar

 Tuve una relación que fue como unas vacaciones en el limbo, y prefiero no hacerme cargo de que estuve con ese, sin embargo, hay un capítulo final que quiero compartir con quien se atreva a leer estas líneas que se parecen a llamas de un infierno.
 Creó que como buena rata que soy en el horóscopo chino, siempre tengo la puerta de salida prevista.
 Estuvimos en un verano en el cual yo no tenía nada que hacer, aunque cualquier cosa hubiera sido más sana que estar con él.
 El tipo era adinerado y pobre a la vez, futuro heredero, tenía casa propía, plata en el banco, educación privilegiada, la mejor psicóloga de Buenos aires, tiempo y medios para hacer lo que quisiera, también tenía mucho talento, sabía tocar el piano, la guitarra, casi todos los instrumentos, componía y cantaba muy bien, sin embargo, nunca había llegado a nada y vivía por gusto como un extranjero indocumentado, era un hippie chic, un bohemio cheto. Vivía. Para mí, vivía, aunque debe vivir, claro, cerca del cementerio de Chacharita, creo que eso es lo único que recuerdo con amor. Aquel lugar, ese cementerio, ese barrio, esa casa y el bar de la esquina, un aire de sombra de verano, una tranquilidad impagable en el medio de la ciudad, el silencio de los muertos y él respeto por ellos cubrían aquel lugar gris lleno de arboles y gatos, salpicado con vendedores de flores. El pasillo, lleno de departamentos, adentro la gente pobre, la gente rara, la señora de los mil perros que lloraba por su perrita extraviada.
 Él estaba enfermo de envidia y frustración, había rozado el ámbito público, había conocido a los dueños de la pelota, pero había pasado sin pena ni gloria, como un fantasma. Además, había sufrido una adolescencia reprimida, que le acarreaba una pedofilia latente. Muchas veces, era sádico y le gustaba humillarme. Yo disfrutaba de darme lujos en el chino de la vuelta, había una almacenera tetona casi en pelotas con cara de ogro.
 En una de las tantas idas y vueltas de esta relación laberíntica, me vengué. Conocí o busqué conocer a un jubilado del rock, un tipo que vivía de sadaic, con él pasamos una o dos noches de amor, él jubilado del rock tenía unas vacaciones planificadas con su hijo, cuando volvió me regaló una estatuilla de Sabatto, mi escritor favorito en ese momento. Todo esto ocurrió mientras nos tomábamos un tiempo con aquel pobre diablo, yo sabía que íbamos a volver, cuando volvimos me despedí en un telo de colegiales del jubilado del rock.
 Quiero aclarar que nunca fui de discriminar entre la gente artista y la que no lo és, y menos aún, entre el artista consagrado y él que no lo es, odio esa gente snob, y más odio la gente que se la da de socialista y discrimina por estratos sociales, como él, por eso esta venganza tejida con mis ojos cerrados era perfecta ante los suyos, como lo eran las quinceañeras.
 Él no sabía que en esos días yo había pasado por las manos de alguien que hizo cosas, que hizo historia en la música argentina, alguien reconocido, sus manos, en comparación, eran las de un virgen de gloria, nos reconciliamos frente a los ojos de la estatuilla de Sabato.
 Unos días después le terminé contando mi amorío ante sus preguntas y su insistencia que de alguna manera camuflada generé. Disfruté ver como su ego se retorcía como cucaracha en ducha de raid.
 Pero la venganza más fría y dulce fue la interna. Cuando nos dimos el porrazo final, bah, yo sabía que ese era el final, gracias a dios sé reconocerlo, él, pobre iluso, pensaba que todavía nos quedaban millas, lo cual no deja de ser otro pliegue desplegado de esta venganza. 
 La cosa fue así, había tenido un cruce de miradas con una estrella de rock. Hice todo para conocerlo en persona, finalmente acabé con la estrella de rock merendando por Palermo, yo ya era soltera otra vez, así que éramos libres de vernos cuando él se libraba de su esposa y sus obligaciones. Empezamos a tener sexo por todos lados de Buenos Aires, le gustaba hacerlo en la calle o en su auto. Un día le hablé de un lugar genial para hacerlo, era la casa de la infancia del pobre diablo, a menudo, ese caserón de lujo en venta, servía de casa de verano para toda la familia e incluso nos había servido a nosotros. La estrella de rock y yo lo hicimos en la puerta del caseron, tapados apenas por un árbol, mientras estábamos disfrutándolo, paso el tío del pobre diablo, nos vio y se hizo el boludo. Dejé ahí mismo el forro usado. Lo público y lo privado, la venganza interna, la externa, la ayuda de los espíritus, su talento en el sótano, el músico consagrado, el rockero jubilado. El vandalismo. Todo fue parte de esta venganza.







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